
Las Flores, desde siempre, nos han dicho algo. Están allí, como símbolos de lo fugaz de la felicidad y de nuestra propia existencia. Pueden recibirnos con alegría cuando llegamos a este mundo o despedirnos entre lágrimas cuando iniciamos nuestro tránsito al próximo. Pueden traernos la dulzura del amor, o buscar quebrar la coraza del enojo para alcanzar el perdón. Duran poco, pero brillan intensamente durante su breve vida. Arrancadas o cortadas para satisfacer nuestros egoístas deseos de posesión, mueren ante nuestros ojos: arrugadas, secas, convertidas en polvo. A veces las transformamos en recuerdos, aplastadas y guardadas en un libro, mientras nos seguimos aferrando a lo que ya hemos perdido. Es inevitable: nuestros recuerdos son lo único que nunca podrán quitarnos. Siempre será mejor haber conocido el amor o la intensa alegría, aunque los hayamos perdido, que resignarse a la mediocre tranquilidad de no haberlos vivido.
Por eso el fragmento de Poe que da la bienvenida a esta página, y ampliado un poco más dice:
“O craving heart, for the lost flowers
and the sunshine of my summer hours”
(Oh corazón ansioso por las flores perdidas
y el soleado esplendor de mis horas de verano)
and the sunshine of my summer hours”
(Oh corazón ansioso por las flores perdidas
y el soleado esplendor de mis horas de verano)
Y a éstos, podemos agregar otros versos, pertenecientes a Alfonsina Storni, quien en su poema “Morir sobre los campos” dice:
Porque así moriré sabiendo que el pecado
No es tal; que si en las flores del jardín he libado
¡Eran mías sus flores y arranqué las corolas
Como el mar ha derecho a sacudir sus olas!
No es tal; que si en las flores del jardín he libado
¡Eran mías sus flores y arranqué las corolas
Como el mar ha derecho a sacudir sus olas!
Las flores son la metáfora de los momentos trascendentales de nuestra existencia. Intensos, breves, perennes en el recuerdo. Por eso las Flores.
Ahora pasemos a las Ruinas.
La razón, no la sé muy bien. En un determinado momento de mi vida desarrollé una gran afición por las obras del ser humano sobre las cuales el tiempo ha marcado o va marcando la inconfundible huella de la decadencia. Me llama la atención esa vida que ya no está en esos objetos muertos, olvidados, pero sigue narrándonos historias desde cada esquina adornada por telarañas, desde cada mueble bajo sus capas de polvo. En el silencio susurran los fantasmas de vidas pasadas, de mundos extintos antes de que nosotros apareciéramos en escena.
Quizás el punto de inflexión haya sido, allá en mis ya lejanos años de colegio, un poema que me encantaría compartir pero no puedo porque lo he perdido. ¿La explicación? Lo había fotocopiado -de un libro que ya no recuerdo a quien pertenecía- para un trabajo de literatura y, tratando de guardar bien la copia, el abismo de mis papeles terminó tragándoselo. Lo busqué en otros libros, lo busqué en Internet, pero se niega al reencuentro. Se titula “Los ángeles de las ruinas”, y pertenece a Rafael Alberti. Si algún alma caritativa lo tiene y puede pasármelo, le estaré infinitamente agradecida.
Termino dejándoles entonces otro del mismo autor, que también ilustra muy bien la idea de estas ruinas:
Ahora pasemos a las Ruinas.
La razón, no la sé muy bien. En un determinado momento de mi vida desarrollé una gran afición por las obras del ser humano sobre las cuales el tiempo ha marcado o va marcando la inconfundible huella de la decadencia. Me llama la atención esa vida que ya no está en esos objetos muertos, olvidados, pero sigue narrándonos historias desde cada esquina adornada por telarañas, desde cada mueble bajo sus capas de polvo. En el silencio susurran los fantasmas de vidas pasadas, de mundos extintos antes de que nosotros apareciéramos en escena.
Quizás el punto de inflexión haya sido, allá en mis ya lejanos años de colegio, un poema que me encantaría compartir pero no puedo porque lo he perdido. ¿La explicación? Lo había fotocopiado -de un libro que ya no recuerdo a quien pertenecía- para un trabajo de literatura y, tratando de guardar bien la copia, el abismo de mis papeles terminó tragándoselo. Lo busqué en otros libros, lo busqué en Internet, pero se niega al reencuentro. Se titula “Los ángeles de las ruinas”, y pertenece a Rafael Alberti. Si algún alma caritativa lo tiene y puede pasármelo, le estaré infinitamente agradecida.
Termino dejándoles entonces otro del mismo autor, que también ilustra muy bien la idea de estas ruinas:
Los ángeles muertos
Buscad, buscadlos:
en el insomnio de las cañerías olvidadas,
en los cauces interrumpidos por el silencio de las basuras.
No lejos de los charcos incapaces de guardar una nube,
unos ojos perdidos,
una sortija rota
o una estrella pisoteada.
Porque yo los he visto:
en esos escombros momentáneos que aparecen en las neblinas.
Porque yo los he tocado:en el destierro de un ladrillo difunto,
venido a la nada desde una torre o un carro.
Nunca más allá de las chimeneas que se derrumban
ni de esas hojas tenaces que se estampan en los zapatos.
En todo esto.
Más en esas astillas vagabundas que se consumen sin fuego,
en esas ausencias hundidas que sufren los muebles desvencijados,
no a mucha distancia de los nombres y signos que se enfrían en las paredes.
Buscad, buscadlos:
debajo de la gota de cera que sepulta la palabra de un libro
o la firma de uno de esos rincones de cartas
que trae rodando el polvo.
Cerca del casco perdido de una botella,
de una suela extraviada en la nieve,
de una navaja de afeitar abandonada al borde de un precipicio.
en el insomnio de las cañerías olvidadas,
en los cauces interrumpidos por el silencio de las basuras.
No lejos de los charcos incapaces de guardar una nube,
unos ojos perdidos,
una sortija rota
o una estrella pisoteada.
Porque yo los he visto:
en esos escombros momentáneos que aparecen en las neblinas.
Porque yo los he tocado:en el destierro de un ladrillo difunto,
venido a la nada desde una torre o un carro.
Nunca más allá de las chimeneas que se derrumban
ni de esas hojas tenaces que se estampan en los zapatos.
En todo esto.
Más en esas astillas vagabundas que se consumen sin fuego,
en esas ausencias hundidas que sufren los muebles desvencijados,
no a mucha distancia de los nombres y signos que se enfrían en las paredes.
Buscad, buscadlos:
debajo de la gota de cera que sepulta la palabra de un libro
o la firma de uno de esos rincones de cartas
que trae rodando el polvo.
Cerca del casco perdido de una botella,
de una suela extraviada en la nieve,
de una navaja de afeitar abandonada al borde de un precipicio.