sábado, 20 de septiembre de 2008

La naranja dejada

Fue lo primero que noté, aquella noche de domingo, cuando volvía del cumpleaños de una amiga: los vendedores de frutas de la avenida habían levantado sus puestos, otrora permanentes. No quedaba más que una desordenada pirámide escalonada de rústicos cajones de madera. Y en uno de los escalones, como una señal, como un desafío, una naranja dejada. Grande, redonda y brillante, pero olvidada.

A la mañana siguiente fue el tema del tránsito: tan poco tráfico era algo para darse cuenta. Pero al ver las escuelas y colegios cerrados lo relacioné con las vacaciones de invierno. ¿Vacaciones de invierno ya? En mi época empezaban como dos semanas más tarde, pero las idas y venidas de las inefables reformas educativas, habían alterado muchas cosas en ese poco más de un lustro que me separaba de aquellos días.

Después, en la universidad, los escasos alumnos asistentes a clases -cosa nada rara, en realidad- presenciamos asombrados el espectáculo de comprobar que las villas miseria de la bahía, que solíamos observar desde la sede construida en una altura, habían desaparecido por completo. Como si el viento se hubiese llevado muy lejos las humedecidas tablas de madera y las planchas de zinc. Mas no fue el viento, pues algunas cosas quedaron: un triciclo viejo, la desvencijada parrilla de una cama, una muñeca con escasos cabellos; objetos que ninguno de los jóvenes y curiosos excursionistas se atrevió a tocar, y permanecieron exactamente igual tras nuestro fantasmagórico y azorado paso. No sabíamos si festejarlo o empezar a preocuparnos. Yo se lo comenté a mi novio esa noche, pero él estaba lejano y me dijo que todo era paranoia mía. Al mediodía siguiente, en vano toqué el timbre de su casa por más de quince minutos para asistir al almuerzo convenido. Un vecino, mientras terminaba de cargar su equipaje en el auto, me refirió que la familia había partido al amanecer.

Un par de semanas más adelante, en el edificio de veinte pisos apenas quedábamos tres. Con resignado horror comentábamos los rumores del cierre de los supermercados y gasolineras, la noche anterior y para siempre. Esa tarde, insurrecta, subí a mi auto y di interminables vueltas por la ciudad vacía hasta de palomas y perros callejeros. Al único que vi fue a un chico de cabellos oscuros sentado sobre el capó de su vehículo. Me hizo señas y, cuando paré, me explicó que quiso disfrutar de un último paseo pero, a consecuencia de un mal cálculo, la gasolina se le acabó mucho antes de regresar a su casa. Vivía prácticamente al otro lado de la ciudad. Yo observé la aguja que marcaba la reserva de mi vehículo: tenía lo justo para llegar a mi propio hogar, sito en dirección opuesta al suyo.

-¿Te espera alguien en tu casa? -le pregunté.

-No, todos se han ido.

-Entonces puedes venir conmigo. Tengo un departamento.

-Espero que no esté en un piso muy alto. Hoy cortarán definitivamente la electricidad.

Esa fue la razón por la cual decidimos mudarnos a la casona -ya deshabitada- de enfrente: no es agradable subir por las escaleras trece pisos, todos los días. Cuando terminamos de bajar algunas cosas mías, nos despedimos del último inquilino del edificio. Le deseamos suerte, que pudiera llegar a algún lado aunque no hubiese podido cargar gasolina a tiempo. Quedábamos como veinte en la ciudad, instintivamente reunidos en el centro, en el casco antiguo de la urbe, repentinos dueños de hoteles, de casas coloniales, de edificios enteros. A la noche sólo había silencio, pero el chico de cabellos oscuros y yo éramos de los muy escasos y envidiados poseedores de un compañero. Y en las madrugadas silentes, el brillo naranja del fuego, encendido con restos de muebles viejos, rielaba los contornos de nuestros cuerpos jóvenes e inquietos. Pero una mañana cuando, entre los diez que aun estábamos, dimos decente sepultura a una anciana fallecida durante la madrugada, con lágrimas en los ojos él me confesó que ya no aguantaba más y también quería irse. Yo sólo le pregunté si pensaba poder llegar a algún lado caminando, y con esa tremenda escasez de alimentos que sólo las incursiones en los abandonados comercios permitían paliar. Él me propuso acompañarlo, yo le dije que no lo haría. Y con cierto dolor lo vi marchar, con paso prematuramente cansado, por la calle recta, donde desde hacía mucho tiempo no circulaba ningún auto.

Al final todos se fueron. Yo no. A veces todavía recorro aburridamente las veredas, observo las casas donde ya no vive nadie e imagino los días de tiempos idos, miro -sin tocar- ésos objetos que pertenecieron a otros y quedaron como mudos testimonios de una época y de una vida ahora inexistente. Soy rebelde y me aferro.

Una noche, cuando estaba a punto de llorar, se me ocurrió algo y fue casi un propósito de vida. A la mañana siguiente, caminé hasta aquella avenida donde noté el primer signo. De la naranja dejada sólo quedaban unas pocas semillas algo pegadas -producto de jugos putrefactos ya secos, imaginé- al rústico cajón de manzana que le había servido de pedestal y mausoleo. Rompiendo ese tácito pacto de no tocar nada, que existió entre quienes nos habíamos quedado, tomé una a una las semillas con mis dedos sucios y cerré fuerte la mano, como si en ella atesorara una promesa.

Me senté en uno de los cajones y permanecí por largo tiempo pensando. Una lágrima solitaria e indefinible rodó por mi mejilla. Luego me puse en camino, de regreso a alguna casa.

Todos los que se van siempre olvidan llevarse algo. O quizás lo dejan atrás como un hito que marcará para siempre su paso por ese lugar al cual ya no pertenecen más. Algo tan simple como una fruta que habrá de pudrirse al aire. O como un triciclo con el que no se volverá a jugar. Como la parrilla de una cama o las paredes frías de una casa.

Pero cuando los próximos habitantes lleguen (habrán de llegar algún día, pues siempre hay algo o alguien que llega después) encontrarán, entre las ruinas de una ciudad abandonada, un esqueleto y unas semillas. O tal vez, un esqueleto recostado contra un naranjo: el futuro no puede conocerse. Y por esos signos lo sabrán: no todos se fueron. Algunos se quedaron de cara al tiempo, desafiando eternidades, porque no tenían nada para dejar atrás en señal de su presencia. Nada mejor que ellos mismos.


(este cuento tuvo suerte y obtuvo la segunda mención en el concurso de cuentos del Club Centenario, en el 2007)

(La foto la saqué de http://erasmusv.wordpress.com/2007/10/, donde a su vez agradecen a Yoann Grange por esta fotografía)